Toda la vida que Dios entregó se sentía dichosa sólo por ser, por cumplir los dictados de la naturaleza. Gozar de la luz, aspirar el viento, aparearse, llevar dentro otra vida, abrir la placenta para que salga, proteger, alimentar, enseñar a las crías a sobrevivir, sufrir, alegrarse hasta que un día, una vez concluida la enseñanza, lanzarlas al mundo para que continúen con el proceso biológico. Una vida que nace de una vida. Qué maravilloso. Cuerpos que respiran, sufren, huyen, miran, se esconden, y no puedo entender, y sólo escribo para aquellos a los que no tengo que explicar lo que escribo, que alguien encuentre placer en guiñar el ojo, apretar el gatillo, disparar una bala que deje al animal deshaciéndose, muriendo en cualquier agonía, no puedo entender a esa gente que mata por vicio, por placer, por aburrimiento. Y tampoco a los que dejan luego el espectáculo de unos galgos famélicos, esqueléticos, con sus tristes ojos humanos, perdidos por las carreteras o por las calles o ahorcados en olivos porque ya son viejos y no sirven para correr por el campo.
Veo a este rey en una fotografía con la escopeta abrazada. Está delante de la gran masa de vida de un elefante muerto. El animal dobla su trompa en la corteza de un árbol. Tanta vida majestad, vértebras, vísceras, neuronas muertas. Sabed que me repugna vuestra hazaña. Y que me gustaría vomitar sobre vuestra corona la rabia que tengo. Porque si no tenéis sensibilidad por esa mole de existencia, no quiero que me representéis. Sois, majestad, un completo hipócrita insensible.
Sherlock... buscando pistas
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