La noche de los cristales rotos, del 9 al 10 de noviembre de 1938, Harry
Natowitz tenía 10 años y dormía. “Cuando me desperté al día siguiente,
yo me había quedado sin colegio y mi padre, sin negocio”, recuerda. Los
nazis dedicaron aquella madrugada a quemar los comercios, oficinas y
sinagogas judías. “Yo era un niño, pero ya sabía que había un grupo de
personas, los nazis, que no nos querían y desde 1936 mis padres no me
dejaban jugar en la calle porque entonces la delación era el deporte
nacional. Vivía recluido”.
Aquella mañana empezó para la familia una larga huida. Mientras sus
padres intentaban conseguir un visado pagando sobornos en cada
consulado, Natowitz fue enviado a Amberes con unos parientes. Allí
conoció a una persona que iba a marcar su vida hasta su última voluntad:
su primo Isidoro Springer, brigadista internacional contra Franco en la
Guerra Civil.
“Me llevaba a ver a otros brigadistas y rememoraban durante horas las
batallas del Ebro, del Jarama, mientras cantaban canciones del frente.
Era la primera vez que oía hablar de España. ¡Solo había ido dos años al
colegio! Él hablaba con pena de la Guerra Civil. Era un idealista.
Después luchó contra Hitler y murió en una cárcel de la Gestapo en
1943”.
Finalmente, la familia emigró a Bolivia. El Orazio les llevó al puerto
de Arica, en Chile. Durante el trayecto, Natowitz vio cómo los nazis
infiltrados tiraban sus esvásticas al mar. “En la siguiente travesía,
hubo una explosión y el barco se hundió. Nos salvamos por un día”. Una
vez en Bolivia, Argentina les pareció “la tierra prometida”, así que
tras pagar a unos contrabandistas, llegaron al país que ya había acogido
a cientos de exiliados españoles. “Los había de todas partes: gallegos,
asturianos, murcianos... Contaban historias muy parecidas a la nuestra.
Ellos habían huido del fascismo y nosotros también. Al conocerles,
entendí de qué hablaba mi primo brigadista”.
Entre 1968 y 1971, Natowitz estuvo trabajando en Madrid como
representante de una empresa alemana de maquinaria industrial, explica
ante un bocadillo de jamón ibérico — “me encanta, siempre me llevo a
Alemania cuando vengo”—. “Cuando te ganabas la confianza de los
clientes, te hablaban del sufrimiento de no haber podido enterrar a su
familiar fusilado. Y cuando venían clientes de Alemania pedían ir al Valle de los Caídos,
les llamaba mucho la atención. En Alemania es inimaginable que pudiera
existir algo así. Es una vergüenza que siga igual que lo dejó Franco”.
Por todo esto, cuando Natowitz se puso a escribir su última voluntad, se acordó de incluir en su testamento a la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica,
que ha impulsado la apertura de más de un centenar de fosas desde el
año 2000. “Les escribí una carta pidiendo su número de cuenta y se
sorprendieron mucho. Me invitaron a un acto de entrega de restos. Pensé
que iba a ser un observador neutral, que no me afectaría. Pero lloré
como un perro al ver a los hijos y nietos transportar los pequeños
cofres llenos de trozos de huesos. Yo perdí 20 familiares durante el Holocausto,
cremados en campos de concentración. En España también hubo Holocausto,
aunque muchos españoles no sean conscientes. Es un escándalo que 40
años después de la muerte de Franco siga habiendo tantos esqueletos
tirados en fosas y cunetas. Pienso en ese abandono y siento rabia”.
Natalia Junquera
Fuente: www.elpais.com
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